Las epidemias mortíferas han sido una constante a lo largo de la historia. Hasta bien entrado el siglo XX, estaban asociadas a la mala laimentación, la falta de higiene, el hacinamiento y a la inexistencia de sistemas de tratamiento y depuración de aguas. Además, las guerras y los conflictos contribuían a empeorar la situación sanitaria, favoreciendo los contagios y la trasmisión de las enfermedades.