¿Cuántas centurias habían pasado desde que alguien había tocado a mi puerta? No podía decirlo con certeza. El tiempo no corría en donde me encontraba prisionero. Dentro de las paredes de aquel lugar, una antigua fortaleza de principios del siglo XI, purgaba mis pecados por la eternidad, ese era el precio.
Aunque la libertad estaba a un paso fuera de mi puerta, si mi alma enloquecía, si ese quiebre se producía, solo tenía que dar aquel paso y mi cuerpo recibiría el peso de todos los siglos que se le habían negado, y se convertiría en menos que polvo en unos segundos. Sabía que esa era mi salida, pero había comprobado que el alma humana podía ser sorprendentemente persistente y la mía se había resistido a la mordida de la locura en una aceptación absoluta de mi destino.
Escuché los golpes de nuevo, más apremiantes esta vez. Mi fortaleza estaba rodeada de una barrera que impedía el acceso de todo tipo de criatur...