Las espléndidas páginas de Lo que aprendí viviendo no pretenden ser unas memorias al uso. Tampoco un manual de autoayuda. En ellas se reúnen las palabras de una mujer sabia que caminó despacio, pisó fuerte y llegó lejos, sonriendo. «Nadie me hará sentir inferior sin mi consentimiento.» Bastan estas palabras de Eleanor Roosevelt para darse cuenta de que detrás de su sonrisa afable había un espíritu fuerte y combativo, dispuesto siempre a aprender algo nuevo y a luchar por una causa justa. Cuando escribió Lo que aprendí viviendo corrían los años sesenta; Eleanor ya se había retirado de la vida pública y vivía rodeada de hijos, nietos y amigos. Quedaban lejos sus años como primera dama de la Casa Blanca, pero aún le sobraba energía para contar sus experiencias. No le costó confesar que había sido una chica tímida, a menudo ignorante de los temas que se comentaban en las conferencias y banquetes a los que acudía con su marido, pero sus ganas de saber y el propósito de no quedarse atrás le ayudaron a seguir adelante. Con el pasar del tiempo también descubrió que nadie se convierte en heroína de la noche a la mañana: hay que andar paso a paso y echar una pizca de humor a la vida para descubrir que un problema no es tal si lo tomamos como un reto, que nuestro tiempo es valioso y hay que disfrutarlo, y que podemos encontrar un espacio propio aunque estemos rodeadas de funcionarios, cenando con John Fitzgerald Kennedy o charlando con Frank Sinatra.